CADENAS
A las tres y veinticinco minutos de la tarde el Opel Monterey LTD de 24 válvulas, color azul metalizado, del doctor Pedro Fernández de la Gavia hizo su entrada en el garaje del edificio Las Palmeras, el más elegante y lujoso de la ciudad. Era enero. Reinaba un tiempo de perros. Ráfagas de viento intenso y persistentes aguaceros azotaban las calles desde cuatro días antes. Y, por si esto no bastara, el trabajo se acumulaba. Incluso parecía que todos los pacientes se hubiesen puesto de acuerdo para agravar su estado a la vez. Decidido a no pensar de momento más en ello, ahora que su turno en la medicina pública había terminado por hoy, el doctor Fernández recogió la cartera y la gabardina y, bajando del auto, apretó el control electrónico de la llave de contacto para bloquear las puertas. Gestos habituales, ademanes idénticos a los de cualquier otro día, si acaso acentuados por un particular retraso y por el cansancio acumulado de los días precedentes. Era jueves.
Subió andando el corto tramo de escaleras que llevaba al portal y se detuvo un momento en el buzón para recoger el correo. Nada de interés, aparentemente. La mayoría eran impresos publicitarios y extractos de sus cuentas bancarias. Espantoso desperdicio de papel. Tiró casi todo a la papelera cercana. Únicamente se reservó un par de cartas. Una , de ellas era, evidentemente, de su hija y venía de U.S.A. donde se hallaba realizando un «Master». La otra estaba escrita a máquina, pero -a lo que parecía- con una máquina manual prehistórica de caracteres gastados y sucios, y mostraba una impericia mecanográfica realmente difícil de superar. En las tres líneas de la dirección había siete erratas. Milagroso que hubiera llegado a su destino a pesar de ello. Supuso que se trataba de un anónimo, el doctor Fernández de la Gavia coleccionaba anónimos insultantes y amenazadores, y en casi treinta años de cirujano había reunido una buena muestra de ejemplares de la incultura reinante en la población de pacientes. Al entrar en casa comprobó que, como casi siempre, se hallaba solo en casa con excepción de la sirvienta, su mujer estaba en la Facultad y sus hijos en ciase. Mientras la; criada disponía la comida, el doctor Fernández abrió las cartas, primero la de la «niña»: estaba bien pero los echaba mucho de menos, lógico. Luego, la carta sin remite, era un anónimo, como sospechara, pero más bien risible que amenazador, estaba escrito en una hoja de papel cuadriculado, como de cuaderno escolar, y rezaba así:
«Ezta carta biene y la manda el padre Arturo de Colombia, y deve dar la vuelta al mundo siete vezes: Miguel Armando hizo treinta copias, las mando en nuebe días y recibió un millón de pts. Antonio Martínez lo tomo a broma y lo encargo a su secretaria pero se olvido de mandar las treinta copias y fue a la ruina. Isabel perdio la vida. Por nada rompas esta cadena, ni te burles de ellas, pues es para la virgen del Carmen, haz treinta copias y mandalas a tus conocidos pero no rompas la cadena porque a las cuatro exactas semanas en caso contrario la disgracia carra sobre usté y los sullos antes del mes cumplido: gloria a la santa virgen del Carmen y al padre Arturo. Amén. Viva la santa.»
Ni para guardar como anónimo insultante servía, vaya pamplinas -penco el doctor, al tiempo que hacía un ovillo con sobre y papel y los arrojaba a la papelera-. Sentándose a comer, devoró con apetito la sopa, el solomillo flambeado y la ensalada. Después de fumar un cigarrillo, se tumbó un rato en el sofá, cerca de la chimenea antes de empezar la consulta en su clínica privada. Se sentía agotado pero feliz, los ruidos de la calle llegaban muy lejanos al salón del doctor Fernández de la Gavia, amortiguados por las ventanas dobles de PVC y las gruesas cortinas de terciopelo, como si el tráfico y el temporal perteneciesen a otro mundo.
A las cuatro semanas exactas, otro jueves, esta vez soleado y apacible, recibió el segundo anónimo de la serie. Ese día el doctor llegó a casa algo más cansado que de ordinario, ya eran las cuatro menos veinte y estuvo a punto de no pararse en el buzón para recoger el correo. Sin embargo, cuando ya había puesto el pie en el ascensor para subir a casa, una intuición le hizo volver sobre sus pasos y recoger el sobre que le aguardaba. Era idéntico al primero. Abrió la puerta de casa y lo dejó sobre la mesa del salón, junto con la cartera y el periódico, y se dirigió a la cocina para calentarse la comida. La sirvienta estaba de vacaciones y el doctor, por tanto, completamente solo. Encendió el microondas y volvió a los pocos minutos al salón con la bandeja ya preparada. A l despejar la mesa del salón, para disponer la comida, la carta cayó al suelo. Sucumbió a la tentación de leer su contenido, que adivinaba seguiría siendo una mezcla de superstición e incultura. Analfabetos -pensó, al tiempo que sonreía y rasgaba el sobre con las mismas infames faltas de ortografía que el precedente-. La carta comenzaba igual, con la necesidad de que la cadena diera las siete vueltas al mundo, y finalizaba con las mismas referencias a la santa y al padre Arturo. Sólo había leves diferencias en el texto, entre ellas una referencia al doctor: «(...) El doctor Fernández de la Gabia no izo caso no mando las copias y murio a cuatro semanas justas de recibido el aviso (...)». Una carcajada estalló en el doctor al leer esto. Duró varios minutos y luego se cortó bruscamente, trocándose el gesto jovial en un rictus de dolor cuando el doctor, sintiéndose desfallecer, miró, como última esperanza, al teléfono, situado tan sólo a seis pasos de distancia, de su silla y sin embargo definitivamente lejos, sintiendo atenazado el pecho por los síntomas inequívocos de un infarto agudo de miocardio.