Centro de Documentación da AELG
El músico y sus disfraces
Aleixandre, Marilar
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Fonte: prólogo á "Tremendo Delirio", biografía de Julián Hernández.

En Vigo, a finales de los ochenta, se contaba que en las confusas horas de la madrugada, cuando El Manco (de la calle Lepanto) estaba a punto de cerrar, se improvisaba en el semisótano una jam session entre un grupo de músicos que tocaban unos blues tan desgarrados que partían el corazón. Debido a la escasa luz, era difícil reconocer a los intérpretes, pero uno de ellos parecía ser un negro de piel clara, con un aire a Memphis Slim (que, por supuesto, no se llamaba así, sino John Chatman, pero ¿qué bluesman que se precie tocará bajo su propio nombre?). Unos decían que era Julián Hernández, rapado al cero para que su pelo rubio no lo delatase, otros que el propio Slim, lo que no es imposible, habida cuenta de que –quizá conservado en alcohol– vivió hasta 1988.

Estas cosas sólo ocurren en Vigo, una ciudad de aristas tan afiladas que al doblar una esquina puedes encontrarte que han separado de ti a tu propia sombra. Es probable que esto le pasase en algún momento a Julián: su sombra y él emprendieron caminos distintos y así se explica que sea capaz de componer música, escribir letras y libros, cantar, tocar la batería, la guitarra, la armónica, el banjo y los teclados (en ocasiones todo a la vez), actuar en el cine, hacer campaña contra las corridas de toros, dar respuestas inteligentes a preguntas estúpidas (no lo digo por las de este libro ¡claro!) y, sobre todo, pasarlo bien. También explica que haya gente que lo confunda con un negro, pues la sombra, por su propia naturaleza, es más bien oscurilla.

Me gustaría poder contar que le di clase de música a Julián, pero la realidad es más prosaica y sólo le enseñé (?) ciencias naturales, cuando él tenía quince años y yo diez más y acababa de aterrizar desde Madrid al Instituto del Calvario, donde era la única profesora que había visto actuar en directo a gente como Jimi Hendrix, Sonny Rollins o los Who. Julián era un chaval rubio, muy modoso y aplicado (siento erosionar su imagen de iconoclasta tan duramente ganada), defensor de causas perdidas, que me causó un susto tremendo el día en que, intrigada por lo mucho que sabía, le di la vuelta a su ficha y descubrí que era hijo de otra profe del instituto. Empecé a rebobinar todas las cosas que había dicho en clase, por ejemplo que ningún dato científico probaba que por hacerse pajas se le podía caer a uno –o una– algún pedazo del cuerpo, y a imaginarme a aquel alumno ejemplar repitiéndoselas a su elegantísima madre. Ahora puede parecer trivial, pero recordemos que aún vivía el pequeño dictador y que por un quítame allá estas pajas se te podía caer el pelo. Pero nada ocurrió, Julián acabó el Bachillerato, se marchó al conservatorio y, unos años después, cuando le pregunté a su madre que era de él, me contestó:

—¡Oh, muy bien! Ha terminado la carrera y va a grabar un disco con ese grupo que tiene, Siniestro Total, ya sabes, para divertirse.

—¿Siniestro Total? –pregunté yo, con mi habitual despiste– No sabía que Julián era uno de ellos... los he oído en "Esto no es Hawai, Hawai".

—¿Y cómo es que tú oyes eso?

La definición de Carmen de la actividad de Julián me sigue pareciendo, al cabo de veinte años, especialmente lúcida: hace música para divertirse. Lo bueno es que, además de divertirse, ha conseguido vivir de ello. Lo mejor es que la música es buena y que también nos divierte a los demás.

Pero estábamos hablando de Vigo, esa extraña ciudad que a pesar de todo añoramos si hemos tenido que dejarla, y de los músicos y las sombras de músico que deambulan por sus noches, bajo su propio nombre o, con frecuencia, disfrazados bajo el nombre de otro. Por Vigo pasa un río, el Lagares, que pertenece a la misma categoría cutre que el Manzanares: lleva de todo menos agua. No obstante, como todos los ríos del mundo están comunicados, un día la sombra de Julián metió los pies en el Lagares y, sin darse cuenta, salió en una orilla enfangada, junto a un enorme río de color chocolate, en Memphis, en el profundo sur. Había llegado al Mississipi. ¡Por fin podía dedicarse a tocar blues sin tener que esconderse en húmedos sótanos! Esto debió ser hace unos diez años, y si estuvisteis en los conciertos del disco "Ante todo mucha calma", recordaréis que todos se preguntaban dónde se había metido la sombra de Julián, creyendo que eran cosas de los chicos de iluminación.

El caso es que, en la primavera de 1992, una noche me perdí por el loop de Chicago, buscando el Legend, hasta que un homeless me ayudó a encontrarlo. En el Legend escuché buena música de blues y, en una hojilla de propaganda, pude ver el nombre del músico que actuaba al día siguiente, en el que yo ¡ay! ya no estaría en la ciudad de los vientos: J. Grifa. Con la mosca tras la oreja, pues en inglés ese nombre no significa nada, le pregunté a mi vecino de mesa si conocía al tal Grifa. Lacónicamente señaló con la mano que no agarraba la cerveza a un tipo sentado al fondo del local, en la zona más oscura, y que tenía el sombrero calado hasta las cejas. Era difícil distinguir el color de su piel, pero no parecía blanco y estaba envuelto en el humo de un cigarrillo liado a mano. Dicen que toca la armónica como nadie, añadió mi vecino, y que se hace llamar Grifa o Griffin, por ser un griffin (recién llegado) desde Mississipi o Tennessee. Con todo, tuve que irme sin poder oír a Griffin o Grifa y ni siquiera verle la cara. Pero Julián in person no podía ser porque no llegó a Memphis, para enseñarles blues a los sureños, hasta el año siguiente.

Volví a encontrar el rastro del tal Grifa en Nashville en abril de 1996, mientras ST andaba de gira por Oviedo y Buenos Aires. Una noche fui al Bluebird Cafe, en Hillsboro Road, para oír a los Bluebloods, y repasando el panfleto o blurb del mes, vi programada una actuación de J. Grifter. ¿Quién podía adoptar un nombre que significa tramposo? La amiga que me acompañaba, compositora de bluegrass, me aseguró que se trataba de un músico conocido, un tipo raro, negro con el pelo rubio, que cantaba de una forma especial y tenía mucho éxito con las mujeres. Estos datos apuntaban hacia Julián, pero ¿cómo podía estar a un tiempo en Oviedo y en Tennessee? ¿Cómo ponerse ciego de fabada con una mano y chuparse los dedos de salsa de barbacoa con la otra? ¿Era posible grabar O que ten cu ten medo mientras cantaba Sugar Mama? Lo peor es que no pude presenciar su actuación, porque tuve que volar a San Louis.

Por fin a últimos de abril de 2000, durante el festival de Jazz de New Orleans, voy a oír a Marcia Ball en Tipitina’s y he aquí que la reina bayou presenta como invitado especial al banjo a "mi amigo Jack Garfo". No cabía duda, era el tipo misterioso del sombrero, el negro rubio, y tocaba el banjo como nadie lo ha vuelto a hacer desde Big Bill Broonzy. Por supuesto, a pesar del apellido gallego tenía dos manos y ningún garfio. Al acabar la actuación no tuve más remedio que pedirle un autógrafo. Su acento de Memphis era impecable mas ¿qué no será capaz de aprender una astuta sombra? Mientras me tendía el programa firmado y yo, aturullada, me despedía con un "Take care", me guiñó un ojo, diciendo:

Cóidate, que no Espiño morreu unha vaca (Cúidate, que en el Espiño se ha muerto una vaca).

Con esta frase, que, no cabía duda, era el título de alguna próxima canción de ST (y si aún no la han escrito, no es culpa mía), el escurridizo doble se había desenmascarado. Una expresión que sintetiza, de forma magistral, la profundidad filosófica típicamente galaica, las raíces agrarias, y la referencia al animal totémico de Galicia, la Vaca. Una frase premonitoria que anticipaba lo que había de ocurrir unos meses más tarde, cuando unas inocentes vacas sufrirían las consecuencias de la codicia de los hombres que las ha convertido en caníbales. No es de extrañar que, entre tanta canción, entre tanta loquilandia y Casa de Tolos, ST no haya encontrado el momento de dedicarle una canción a la Vaca, sea la que se murió en el Espiño o la de amiguiños moito pero a vaquiña polo que vale. Es que en los últimos tiempos la Vaca ha pasado de tótem a tabú y no sería la primera vez que les censuran un programa en la tele.

Porque, aunque alguna gente –cada vez menos– no se haya dado cuenta, Julián Hernández y los de Siniestro Total hacen música muy en serio (lo que, afortunadamente, no quiere decir que hagan música seria). Creo que en esta época, donde se escucha la música más viva, la que te parte el corazón o hace que te partas de risa, la que te obliga a bailar con ella, a aullar o a romperte las manos aplaudiendo, es en sitios como El Manco y Revolver Club, A Nasa, Rock Ola y el Bluebird Cafe, Tipitina’s, la sala Caracol, Zeleste y otros lugares menos acogedores, como auditorios y estadios, en los que te puedes levantar reír y gritar mientras toca la banda, como ocurría en tiempos de don Amadeo durante las representaciones de Las blancanueces de Fígaro (o algo así). Tomarse en serio lo de escribir o hacer música no significa que el resultado deba aburrir a las ovejas, más bien todo lo contrario. De esto hablamos Jack Garfo y yo, dando una vuelta a orillas del viejo Mississipi, mientras Nueva Orleans se desperezaba.

Releyendo lo escrito me doy cuenta de que lo he mezclado todo y que no se distingue bien lo que le pasa al Julián de verdad y lo que le pasa a su personaje. El riesgo de pedirle a una novelista que escriba algo es lo muy aficionadas que somos a inventar mentiras. Pero, por una parte, si las mentiras son hermosas, quizá a nadie le importe y por otra ¿quién puede asegurar que Julián Hernández no sea un personaje de novela?